Vivo en una adultez forzada.
Siento que debo sacrificar la infancia,
enterrar los álbumes ilustrados,
ir al super y comprar víveres balanceados,
ir a la librería y comprar ejemplares de teoría,
ir a dar clases,
ir al doctor,
ir al banco,
a reuniones,
a juntas,
a pagar el seguro.
Todo eso me sepulta bajo una tonelada de estrés que me cansa y hace tambalear
pues me sostengo en una infancia precaria.
Como no la habito ni me inunda con coherencia, mi adultez es un disfraz:
máscara y vestimenta que oculta un interior adolescente,
un pensamiento que se refugia en el universo literario de la infancia.
Aquí la autolesión vuelve a ser un punto de fuga:
antes recurso para sortear crisis más urgentes
hoy aparece para sobrellevar una adultez no deseada.
Pero no quiero recurrir a ella,
por eso me refugio en mis máscaras y disfraces,
en mis cuentos y álbumes ilustrados.
Porque pensar en hacerlo
suma otra tonelada (ahora de tristeza culpable)
sobre mi precaria infancia, sobre mi adolescencia disfrazada.